jueves, 30 de junio de 2011

Gracias, para empezar: ¡Gracias!


Cabo Cañaveral

Situar un blog en Internet se me antoja algo semejante a encender una cerilla en plena Vía Láctea, ¿quién va a ver tan minúscula luz en tan inmenso sembrado de estrellas? Por ello, mi primera palabra en este virtual universo solo puede ser la ya dicha: gracias. Y quiero dedicarla, en primer lugar, a todas y cada una de las personas que en ella reparen, si, además, alguna de las partículas de luz que tengo entre los dedos iluminan para bien alguna vez la negrura del asfalto que transiten, mi rostro, cuando llegue mi hora, quedará moldeado por una leve y plácida sonrisa.
Es de noche en este momento y la oscuridad me envuelve en sosiego, soledad y silencio. El cielo está cubierto y a ratos, suavemente, llueve. Hay magia, así me lo parece, en este pequeño rincón del norte de España con mar, prados, árboles y monte a vista. Quizá por ello sienta como que un niño parte de mí con rumbo al universo, cual principito, con pantalones cortos y una pequeña caja de cerillas en una de sus manos. Siento también, que tal vez, esto sea el comienzo de una suerte de artículos que sólo acaben cuando expire mi último aliento. ¿Quién sabe? Vaya, sólo pensar lo que acabo de escribir me da angustia y vértigo, pero es lo que siento.
Sigo con la palabra gracias, y la dedico ahora a una mujer y a tres hombres. Ella era maestra en ejercicio cuando la conocí y tuve por alumna allá en los primeros años de la década de los ochenta, lamento mucho no recordar su nombre - entre mis muchos defectos figura el de tener una frágil memoria-, pero... pongamos que es Carmen. Recuerdo, sin embargo, que vivía -allí comenzábamos y acabábamos las clases prácticas, al menos- en Las Carreras (Vizcaya) y coincidió también en la autoescuela, y conmigo como alumna, con una amiga y compañera suya de la que también guardo un débil pero grato recuerdo. Con todo, me es imposible olvidar, que Carmen me dijo en algunas ocasiones que por qué no escribía un libro que contuviese lo que les decía en las clases de coche. Pensé que bromeaba, o que se trataba de una ocurrencia tan espontánea como intrascendente, pero después de preguntarle varias veces “¿seguro que me lo dices en serio?, ¿seguro?” -soy así de pesado-, pues sí, me confirmó que hablaba en serio y me dijo que estaba convencida de que si pusiera por escrito lo que digo en las clases prácticas sería mucho más fácil, eficaz y barato aprender a conducir. Además de sentirme halagado -los hombres somos pura vanidad- logró que lo pensara, y de forma discontinua (como las marcas de la carretera que permiten adelantar y nada prohiben, pero están ahí) poco a poco, muy lentamente, como se preparan les fabes en una cocina de carbón, la semilla que dejó caer en algún surco de mi cerebro y en algún pliegue del ánimo fue creciendo y tomando fuerza hasta dar a luz: Conducir sin miedo, razón, por la que en principio, nace este blog como una rama más del mismo árbol, hijo de su misma madre.
La posibilidad de dedicarme de algún modo a escribir, en realidad, parte desde mi más tierna infancia, pero de un modo difuso, nunca en primer plano (este lo ocupó casi de forma ininterrumpida y hasta los doce años -en que me ponen gafas- mi deseo de ser piloto de caza y/o de pruebas de aviones de reacción a chorro, como se decía antaño) y lo alentaba mi tía Luz, hermana de mi madre, que leía mucho y escribía muy bien. Y sí, ya adolescente y vagamente pensaba que estaría bien dedicarme a escribir, pero poesía, que leía mucha, leo, me encantaba y me encanta; mas también me parece extraordinariamente difícil y sólo al alcance de talentos de los que carezco. Además, mi tía Luz era desconcertante, pues ya pasaba yo de los treinta y en varias ocasiones me decía con entusiasmo y en serio que debía de participar en no sé qué concurso de televisión porque era ideal para mí, con muchas posibilidades de que me fuese bien en él ya que no era necesario, ni ser inteligente ni saber mucho. Mi tía Luz era desconcertante, como ya dije, pero la quería mucho. Era todo corazón y un gran carácter.
Los tres hombres, que también serán siempre acreedores de mi gratitud, son -por orden de aparición en mi vida, ya sea en persona o por contacto epistolar- los siguientes señores: D. Manuel García, D. Arturo de Andrés y Urrutia y D. Eduardo Arrebola. 
Pegoyu
A Manuel le conocí en ese tiempo extraordinario en que cambiamos de siglo y de milenio. Vi el periódico que él -junto con Yolanda González- editaban en Portugalete en la gasolinera en la que solía repostar. RACING PRESS era su título, de distribución gratuita pero con una importante tirada y gran difusión no solo en Vizcaya sino también en las provincias limítrofes. Estaba destinado a información y noticias sobre el deporte del motor y me pareció una idea excelente, así que un día llamé a uno de los teléfonos que figuraban en él para recabar información con el fin de poner un anuncio, me dijeron que pasaría a visitarme un señor por la autoescuela en la que entonces trabajaba, quedamos a las 21:30 -hora a la que, en teoría, terminaba mi última clase teórica del día- y allí apareció Manuel. Hablamos un buen rato sobre el anuncio y unas cuantas cosas más: coches, tráfico, autoescuelas... Me sentí a gusto, fue muy agradable y ya en esa primera charla aprendí algo de él porque tiene un amplio conocimiento del automóvil, sabe de coches, y tiene una experiencia y formación de la que yo carezco: fue piloto de rallyes y es ingeniero. Se repitieron aquellas charlas ampliadas en tiempo y temas, a la hora de cenar pero sin comer ni beber, ni siquiera agua, y en el transcurso de una de ellas, le pregunté si podría escribir algún artículo en su periódico, me dijo que sí, con la única condición de que lo firmase, condición que, por supuesto, me pareció obvia, jamás escribí un anónimo y espero no hacerlo nunca. Así pues, fue Manuel García quien me dio la alternativa para escribir en público, independientemente, de que pusiera anuncios en RACING PRESS o no, siendo además tolerante y paciente con los plazos de entrega y con la cantidad de texto que contenían mis artículos. A veces, aparecía por la autoescuela a una hora tempranamente inusual con el fin de llegar a tiempo para atender las explicaciones que yo daba durante la clase teórica haciéndome sentir muy honrado con su participación y presencia en ella. Era todo un honor, Manuel, en el mejor sentido de la palabra.
A D. Arturo de Andrés y Urrutia no tengo el gusto, placer y honor de conocerle personalmente, todavía. Sin embargo, es el protagonista de una de las historias más hermosas que me han sucedido nunca. Leo sus pruebas y artículos de forma prácticamente ininterrumpida desde los albores de los años setenta, aprendí mucho de él. Es el maestro. En mi opinión, y sin ninguna duda, el mejor periodista del motor que ha habido y hay en España. 
En ocasiones, y bastante antes de empezar a trabajar en el libro, llegaba a mi mente la idea, sin buscarla, como de un modo inconsciente, espontáneo y natural de que si un día escribiese un libro relacionado con mi trabajo me gustaría que D. Arturo me escribiese el prólogo; primero, porque le admiro profundamente; y segundo, porque ser digno de sus palabras equivale a pasar una reválida -o examen de grado- o selectividad que acredita mi trabajo de un modo fehaciente y, diría que hasta empírico; primero, ante mí mismo, porque prueba que mi esfuerzo estaba bien aplicado y que dará su fruto, al menos, en buena parte (espero y deseo) de las personas a las que he enseñado a dar sus primeros pasos como conductores, pues siempre me reafirmé, en tanta veces como me he cuestionado mi labor, que, lo fundamental y hasta vital (en sentido literal) de la misma es que las semillas que lancé al vuelo dirigidas al ánimo y mente de mis alumnos germinen, crezcan sanas y fuertes, se multipliquen y nunca mueran, ni ellos; Ante el mundo -vamos, ante alguna posible tercera persona-, ser digno de las palabras que D. Arturo me regalase, sería el mejor aval que podría tener. Cuando me recreaba en esa idea, ese deseo, ese sueño, a posteriori, me daba cuenta de que una franca sonrisa moldeaba mi rostro. 
Comencé Conducir sin miedo una Semana Santa, sin título, sin pensar en el prólogo... Sin tan siquiera una idea definida de que pudiera llegar a tener forma de libro, pensaba, que por lo menos, podría darlo a mis alumnos en fotocopias y que les sería útil. Continué escribiendo, en fines de semana, puentes, vacaciones, noches; y cuando me di cuenta de que sí podría ser un libro y suficientemente digno de tal nombre volvió a mí la idea, el deseo, el sueño del prólogo. Escribí a D. Arturo a la redacción de la revista AUTOMÓVIL (hace unas pocas semanas descubrí con gran alegría que también escribe en un blog titulado: CURVAS ENLAZADAS), le expresé mi admiración y mi deseo y le dije que si quería y podía sólo tenía que pedirme el libro y se lo enviaba. Pasaron unas semanas y recibí contestación, me pidió el libro, se lo envié y unas pocas semanas después me remitía su prólogo y sus correcciones, las tuve muy en cuenta desde luego, me sentí muy feliz, fue lo más cerca que estuve nunca de hacer una tesis valorada y corregida por el mejor de los doctores. Así pues, a quien tenga la paciencia y amabilidad de leer estas líneas, le animo encarecidamente a que no desista de perseguir sus sueños, ¡a veces se cumplen! Doy fe.
A Eduardo Arrebola le conocí en el maravilloso universo de Internet, y después personalmente. Bajo su sello editorial (GRAFEMA) se publicó mi libro, razón más que suficiente para estarle agradecido siempre. Eduardo es un hombre cabal, amable, cordial y muy agradable. Una buena persona. Cuando empecé a transitar el mundo editorial buscando publicar Conducir sin miedo, éste, me pareció como vagar en un desierto bastante peligroso, de hecho, alguna herida tengo -ya cicatrizada- materializada en forma de engaño y estafa. Encontrar a Eduardo fue como llegar a un oasis, beber de su fresca agua de ánimo y aliento - decía que le gustaba como escribía y que debía de seguir haciéndolo- un auténtico bálsamo. Aviso para navegantes, Editorial Grafema ya no existe -lástima- y publicar, a mí, me resultó mucho más difícil que escribir.
Cuantas personas confiaron en mí para aprender a conducir: ¡Gracias por siempre! Y por partida doble: por lo ya dicho y por tanto como aprendí, con, y de ellas.
Hay también un hombre, el señor D. Aitor Álvarez, al que no menciono antes porque no está en la génesis del libro, pero al que desde luego, debo gratitud y aquí se la expreso: Gracias, Aitor. Él fue el primer lector -que yo sepa hasta ahora- que puso mi nombre y mi libro en Internet al hablar sobre él, y muy bien, en el weblog CIRCULA SEGURO (www.circulaseguro.com). Además, le presento mis excusas por no haberme esforzado antes -aunque lo pensé desde el primer momento- en dedicarle estas palabras.

Panera
En Asturias, región de España donde nací y me crié, hay un tipo de construcción muy antigua denominada hórreo. Es como una pequeña casa de madera de forma cuadrada que hace las veces de granero y está situada a unos dos metros del suelo, sustentada por cuatro patas de piedra con forma de estilizado tronco piramidal de base cuadrada que allí se denominan pegoyos y que tienen por fin alejar de humedad y alimañas el fruto del esfuerzo de su dueño. Cuando los pegoyos son seis, la construcción adquiere forma rectangular y se denomina panera. Pues bien, imagino que Carmen, Manuel, Arturo, Eduardo, el público -usted- y mis alumnos son los pegoyos sobre los que se sustenta la panera que el niño del que al principio hablo pretende construir en el universo de Internet y encendiendo fósforos en él, servir de modesto faro para que conductores presentes y futuros conduzcan sin daño y sin dolor sus automóviles. Para conducir sin miedo.

Esteban