SEGUNDA ETAPA, DE 12 A 18 AÑOS (1)
PARQUE INFANTIL DE TRÁFICO DE GIJÓN
No recuerdo con detalle a qué edad comencé a leer periódicos, a parte de algunos viejos ABC que había en casa de la época en que se celebró el famoso juicio de Núremberg (Nürnberg) y que leía y releía ya a edad muy temprana con auténtica fascinación porque relataban las crónicas de aquel suceso en las mismas fechas en las que ocurrió.
Lo que es seguro es que antes de los doce leía cualquier diario que cayese en mis manos hasta por el canto, y fue, poco antes o después de cumplir esa edad, cuando en uno de los periódicos que se editaban en Gijón encontré una noticia que llenó de súbita ilusión mi vida por entonces. Anunciaba El Comercio que se creaba el Parque Infantil de Tráfico y que se ubicaba -valga la redundancia- en el parque de Isabel la Católica.
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Un rincón del parque de Isabel la Católica |
No sé cuantas veces leí la noticia, pero cuando me sentí seguro de lo que contaba se la mostré a mi madre con el dedo índice de mi mano derecha pegado a ella y le dije “mamá, mamá; mira, mira... ¡Aquí tengo que ir yo! Mi madre no mostró mayor entusiasmo y enseguida me quiso hacer ver los inconvenientes: Está lejos (cierto); hay que ir andando (cierto); no va a dar tiempo, hay que ir al colegio, hacer los deberes... En otoño e invierno se hace de noche muy pronto, “tu solu no vas a ir, cuando llegue el verano ya iremos algún día”.
Como pueden imaginar, ninguno de sus argumentos me parecía insalvable, y eso de “algún día, cuando llegue el buen tiempu”. Eso era absolutamente inaceptable para mí. Así, que aquel mismo día y con mucha determinación, mientras ametrallaba la noticia con el índice le dije muy serio y muy claro: “Yo voy a ir ahí”. Entonces mi madre cedió, supongo que se dio cuenta de que no me podía frenar, que iría con ella o sin ella, incluso al precio de escaparme de casa si hiciera falta, además, y ríanse cuanto quieran, con aquella edad yo ya me consideraba un hombre, pequeño, sin pelos (bueno, algunos sí), sin barba... Pero un hombre. Hasta el punto que cuando alguien de mucha confianza saltaba con ese tópico de “cuando vayas a la mili te harán un hombre”, yo replicaba que no quería ir a la mili (aunque sí al ejército, quería ser piloto de caza, pero eso es otra cosa), y, por supuesto, ya era un hombre.
La noticia contaba que podía inscribirse cualquier niño que estuviese en la edad requerida (lo estaba); que se aprenderían normas y señales, la denominación de “seguridad vial” ni se empleaba ni falta que hacía; que se practicaría con bicicletas, karts de pedales y ¡karts de motor! También quise entender, más tarde me di cuenta que mal, que para ser admitido había que superar un examen de normas y señales de circulación.
¿Cómo se aprendía eso? En la escuela no se enseñaba nada de esas cosas, pero me di cuenta de que la vecina de enfrente se había sacado el carnet de conducir hacía poco, y era amiga de mi madre, sus hijos y nosotros también... De modo que la solución que vi fue que aquella vecina me dejase el libro de la autoescuela, pero yo no me atrevía a pedírselo y tuve que insistirle a mi madre para que lo hiciese ella por mí; le daba armas a mi madre, que nunca utilizó, y en pocos días ya tuve el ansiado libro en mis manos. Intenté hacer alianzas con los hijos de mi vecina, si los dos mayores se animaban a ir, resultaría más fácil y cómodo para todos, pero, para mi sorpresa, no mostraron ningún interés. Tampoco importaba, ya tenía el libro y mi madre se había rendido a la evidencia.
Como bien imaginarán, aquel libro me lo leí y estudié de cabo a rabo un montón de veces en muy poco tiempo, y cuando me sentí preparado para el examen le dije a mi madre que ya podíamos ir al parque. En pocos días estábamos mi madre, mi hermana y un servidor camino del parque.
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Parque Infantil de Tráfico de Gijón. Un detalle, en la actualidad. |
El parque de Isabel la Católica es grande y hermoso, muy vistoso y de estilo francés, según dicen. Está en el mismo sitio que entonces, pero en esos tiempos, aquello eran las afueras de Gijón por el este. Cuando llegamos quedé deslumbrado, era un trozo de paraíso, mucho mejor de lo que había imaginado. Tenía calles, semáforos con luces de verdad, casitas pequeñas como si fuese un pueblo con ayuntamiento y todo, iglesia con torre y reloj, escuela, un hórreo, algunas casas más, ¡una glorieta!... Había también esa especie de peanas (a escala) que se situaban en medio de un cruce y donde los guardias urbanos se subían para regular la circulación desde allí. Era una preciosidad.
Naturalmente, también había una cochera, un pequeño taller y el aula. Todo ello en el mismo pequeño edificio semicircular lleno de amplios ventanales en la zona del arco que miraba a la pista, rectangular, y en el centro de uno de sus extremos más largos. Allí encontramos a un policía municipal que era el responsable de, en realidad, aquella escuela de conducción infantil; vestía con uniforme y nos atendió muy amable y cordialmente. Nos enseñó el parque, nos explicó cómo funcionaba -se podía ir siempre que se quisiera (¡bien!)-, los ojos se me iban a los karts de motor como un potente imán, ¡eran nuevos, todo era nuevo! Entre semana, media pista sería para las autoescuelas (una señal del destino) pero los fines de semana la teníamos entera, los jueves por la mañana se utilizaría exclusivamente para realizar las pruebas de maniobras para los permisos de conducir.
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Parque Infantil de Tráfico de Gijón hacia 1967 Una excelente escuela para aprender a conducir. Fuente: todocoleccion.net |
El aula era semejante al de una autoescuela, en ella, y aquel mismo día, el policía nos propuso a mi madre y a mí hacerme una informal prueba oral para poder hacerse una idea del conocimiento que podía tener sobre normas y señales. Dudo mucho que alguna vez me presentase a un examen con tanto entusiasmo y tanta seguridad como en aquella ocasión. Acierto la primera pregunta, la segunda, la tercera... El policía hizo una pausa, se manifestó sorprendido y, creo que por pura curiosidad, pasó a hacerme dos o tres preguntas más difíciles sobre la maqueta, cuya respuesta exigía aplicar el conocimiento de la norma. También las contesté correctamente, y se sorprendió mucho, entonces le preguntó a mi madre si ella o su marido me habían enseñado y al contarle ella cómo había estudiado, su asombro ya era máximo; pero el mío también, aunque lo guardaba celosamente, porque no entendía nada. Más tarde me di cuenta de que, claro, los demás me veían como un niño, y sólo yo, me consideraba un hombre. Digamos que dije adiós a mi infancia un poco antes de tiempo.
Comencé a ir a aquella escuela de conductores alevines con regularidad, fines de semana incluidos y, normalmente, solo. En poco tiempo ya éramos un grupo de niños y una niña, lo cual a todos nos sorprendía -la verdad sea dicha-, pero se ganó nuestro respeto muy rápido, era buena, manejaba bien todos los vehículos y se sabía la teórica casi tan bien como yo, cosa en la que era el primero de la clase, por más que pueda resultar feo decirlo, pero, qué demonios, es cierto. También había dos o tres chavales que serían un par de años mayores que nosotros, aproximadamente, y como bien saben, en esa etapa de la vida dos o tres años de diferencia se notan mucho. Con estos chicos tratábamos poco, siempre sin problemas, pero guardo la impresión de que muy sutilmente nos marginábamos unos a otros; algunas veces compartían actividades con nosotros, pero las más se dedicaban a la reparación y mantenimiento de los vehículos: bicicletas, karts de pedales y karts de motor. Yo les veía como mecánicos, y respecto a los karts de motor, les atribuía unos amplísimos conocimientos de mecánica, cosa que envidiaba, pues de esa materia lo ignoraba casi todo, y teníamos la vaga impresión de que eran huérfanos, autores de pequeños delitos... O algo así, y que estaban allí practicando y aprendiendo para luego empezar a trabajar en algún taller en poco tiempo; mas nunca pude saber si esto era cierto o meras especulaciones nuestras. En todo caso, la relación entre todos fue siempre muy correcta y nunca hubo conflictos.
El policía municipal que mencioné antes, nos tenía a todos a su cargo. Este hombre, que nos parecía claramente mayor que nuestros padres, casi un abuelo, vestía siempre con su uniforme (mucho más elegante que los actuales), no era ni bajo ni alto, y tenía el pelo completamente blanco. Su forma de ser y actuar, no sólo me hizo mantener la buena impresión que me causó el primer día que le conocí, sino que se acrecentó notablemente. Era una bellísima persona. Nos enseñó con disciplina, rigor, cariño y seriedad no exenta de buen humor, y supo hacer una mezcla perfecta con estos ingredientes; era un hombre justo en el más amplio y mejor sentido de la palabra, ninguno discutimos nunca su autoridad ni sus decisiones; ni después de reprendernos hablamos nunca mal de él, ni a sus espaldas. Tenía auctoritas, algo muy poco común. Porque la verdadera autoridad no se impone ni se esgrime como una amenaza, se gana a pulso y la dan, automáticamente, quienes han de ser tutelados por ella. Tuve la suerte de conocer esa, por desgracia, rara virtud en otras personas: mi abuela materna la primera, el hermano Esteban, en algunos profesores, algunos mandos del ejército, algunos médicos (de ellos dos mujeres), un practicante, alguna enfermera, algún pastor que conocí en el monte, algunos montañeros, algún mecánico, algún jefe, algún colega... Y seguro que mi flaca memoria olvida otros, aunque nunca el corazón, porque la esencia captada de lo bueno, en él queda para siempre. A todos ellos les estoy enormemente agradecido, fue una gran fortuna que mi camino se hubiese cruzado con el suyo en algún momento de mi vida.
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Aprendiendo a conducir en una escuela de Suecia en 1943 Un perfecto ejemplo de economía y eficacia; de previsión y de sembrar buena semilla para evitar cosechar lo indeseable. Se puede observar que en aquel tiempo, en Suecia se conducía por la izquierda. Fuente: Internet |
En aquella escuela, se alternaban las clases teóricas con las prácticas. Para las primeras existía una motivación muy poderosa: quien no aprendiese bien la teórica no podría conducir los karts de motor; como pueden suponer, por lo que ya les dije, un servidor estuvo en el primer grupo que los utilizó. En las clases prácticas, cada uno de nosotros se alternaba por turnos en los papeles de peatón, conductor y guardia de tráfico, dirigiendo también la circulación, en la que intervenían mezclados todos los vehículos disponibles, aunque los karts con motor no siempre, pues los de pedales resultaban ser un estorbo para el movimiento de aquellos, sobre todo entre semana, en que la pista se reducía a la mitad porque la otra parte se destinaba a las prácticas de los automóviles de autoescuela. Pero los fines de semana hasta se podían hacer adelantamientos en las dos rectas principales. ¿Se imaginan hacer hoy un uso semejante de un parque infantil de tráfico? Seguro que tendría que acabar dimitiendo hasta el alcalde.
Ser testigos de cómo trabajaban alumnos y profesores (entonces en Gijón se les denominaba “monitores”) con los coches de autoescuela era también una fuente de aprendizaje nada despreciable, y de motivación, pues ante aquellos “mayores” que nos parecían tan incomprensiblemente torpes nos hacía bastante ilusión demostrarles lo bien que manejábamos nosotros haciendo ejercicios mucho más difíciles, sobre todo con las bicis. Además, todos nosotros estábamos firmemente convencidos de que si nos hubiesen dejado probar, haríamos aquellas maniobras con los coches mucho mejor que la mayoría de los alumnos de las autoescuelas; de hecho, con mi perspectiva actual, estoy seguro de que así hubiese sido. Desde luego, para algunos de aquellos aspirantes nuestra presencia tuvo que ser un trauma. Y para algún profesor, pues a veces, para ahorrarse algún tiempo y alguna maniobra invadían parte de nuestro espacio, pero como siempre estaba alguno de nosotros en el papel de guardia, con silbato en boca y seriamente indignados y enfadados les llamábamos la atención. Acababan saliéndose con la suya, claro, porque en unos segundos daban la vuelta, pero no se atrevían a repetir, porque entonces nos acompañaría el policía de verdad que siempre estaba de nuestra parte. Y también les poníamos en evidencia ante sus propios alumnos y compañeros que, generalmente, no hacían eso y se reían del infractor abogando por nosostros.
Había una autoescuela en particular -cuyo nombre omito porque aún existe- que era especial y absurdamente reincidente con esta infracción; ni que decir tiene que todos los niños, con espontánea unanimidad, teníamos clarísimo que cuando cumpliésemos los dieciocho años no iríamos a ella para aprender a conducir automóviles. Los buenos ejemplos son importantes en sí mismos, por propia dignidad, respeto a uno mismo y a la labor que realiza, pero también por propio y legítimo interés: se pierden alumnos potenciales presentes y futuros; y cuando digo presentes, aunque entonces tuviésemos doce o trece años, lo hago pensando en que, si por ejemplo, yo mismo hubiese tenido un hermano mayor, difícilmente hubiese ido a esa autoescuela una vez supiera lo que les he contado, ¿verdad? Pues eso.
En base a lo anterior, y por si a algún compañero de oficio le pudiese venir bien saberlo, diré que cuando ya estaba trabajando como profesor y llevaba un coche al taller sabiendo de antemano que algún mecánico lo probaría en vía pública -o tenía mis dudas al respecto- siempre le quitaba el letrero de la autoescuela, pues no es raro que ese mecánico cometa alguna infracción sin tener en cuenta que lleva un coche de escuela y sin cuidar por tanto de la imagen que puede dar. Naturalmente los profesores de autoescuela no somos santos ni perfectos, pero, normalmente, nos cuidamos muy mucho de no cometer infracciones, especialmente cuando el coche lleva los distintivos propios del trabajo, y con el tiempo, como uno se va acostumbrando tanto, llega un momento en que ya ni en viaje largo y utilizando el coche para un uso puramente particular se da cuenta de que va sin letrero.
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Un moderno y sofisticado kart de pedales. Pero los hay mucho más baratos y muy eficaces. Fuente: www.fierrosclasicos.com |
Con las bicis hacíamos muchos ejercicios de destreza y cronometrados. El más difícil consistía en pasar por un tablón estrecho en cuyo centro se ponía una pieza de hormigón para elevarlo del suelo y que hiciese de balancín; en paralelo con él y sobre dos bidones de aceite se colocaba otro tablón con dos botes pequeños, uno en cada extremo, y en el primero se colocaba una pieza de acero semejante a un lápiz algo más largo de lo normal. Bien, pues a la vez que se pasaba con la bici sobre el balancín -que al bajar su segunda mitad solía girar un poco hacia un lado- con la mano derecha había que coger esa pieza del primer bote y dejarla en el segundo; y más difícil todavía: cuando se pasaba en sentido contrario, se cambiaba la pieza de bote con la mano izquierda. Esta prueba se realizaba de uno en uno, y mientras tanto los demás miraban o ayudaban a recolocar el tablón y la pieza de acero en el bote correspondiente, por lo que era la que más miedo escénico nos provocaba, también era la más peligrosa: era fácil caerse, “comerse” un bidón, el tablón que hacía como de mesa... Pero sentíamos una enorme satisfacción cuando lo hacíamos bien; todos llegamos a dominar esa prueba, pero sólo un pequeño grupo de cuatro no la fallamos nunca, en él estaba la niña de la que les hablé antes, era muy buena y nos tenía totalmente intrigados.
Aquel policía que nos tenía a su cargo, excelente maestro, y cuyo nombre lamento mucho no recordar, de cuando en cuando nos hacía un inmejorable regalo: nos dejaba hacer una carrera con los karts de motor utilizando toda la pista. Con más frecuencia nos permitía disfrutar de la velocidad, muy a nuestro aire, con las bicis y los karts de pedales; pero los de motor... ¡Qué sensación! Pegados al suelo, sintiendo el motor en la espalda y sus vibraciones por todo el cuerpo, a pelo, con pantalón corto y un niqui, sin casco... Sólo faltaba el peralte de las curvas de los extremos para sentirnos como en las 500 Millas de Indianápolis. La sensación era maravillosa, les puedo asegurar que si ahora me dejasen con un Ferrari en un circuito y con toda libertad, no disfrutaría ni la mitad que entonces.
El Parque Infantil de Tráfico de Gijón, fue un pilar absolutamente básico en mi formación como conductor. A él se podía ir siempre que se quisiera, hasta los catorce años, la formación que ofrecía era continua, sin importar dónde vivía o estudiaba cada cual, sin exigencia de empadronamiento, sin necesidad de presentar un sólo documento, uno iba por allí, y en lo que yo lo conocí, siempre era bien recibido por todos. Había muy buen ambiente, y probablemente, fue donde por primera vez experimenté satisfacción al comprobar que la prueba que antes les describí con la bici, la llegamos a dominar todos. Es una sensación muy gratificante que se da pocas veces, desafortunadamente, creo que el mundo sería un lugar mejor si se diese con más frecuencia.
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Un moderno kart de motor. Nada que ver con los primeros que conocí, pero me gustó la foto. Fuente: www.youtube.com |
Este parque de tráfico sigue existiendo y funcionando, me consta que de un modo bastante diferente, no sé si mejor o peor. Para averiguarlo tengo solicitada una entrevista con el responsable actual, cuando me la pueda conceder la trasladaré aquí y podremos comparar y valorar.
Es muy curioso comprobar las sorpresas que nos aguarda la vida, el destino, o como quieran llamarlo. ¿Quién me iba a decir a mí, con doce años, que no muchos después estaría en aquella otra mitad reservada a las autoescuelas los días de labor ejerciendo de profesor? Como alumno lo daba por hecho, ¿pero como profesor? Y eso ocurrió a poco de cumplir mis veintitrés. Pero esa es otra historia.
Esteban
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