Me ha dicho un hombre que la penúltima entrada [MEGACAMIONES (y 3)] daba miedo, y sabe Dios cuántas personas más habrán pensado lo mismo aunque nada dijeran. Espero que no muchas, porque desde luego nunca tengo intención de infundir miedo. Lo que sí pretendo es mostrar el peligro con el fin de identificarlo con tiempo suficiente para hacer que desaparezca. Me esfuerzo en el intento de motivar a pensar, a darse cuenta, a permanecer atentos y en guardia ante lo que pueda ocurrir.
¡Aguanta corazón, que ningún susto te pare! Fuente: habilidademocional.com |
Lo que he decidido contar hoy, sin embargo, creo que sí puede inspirar temor en un primer momento, pero reparando un poco en ello y bien mirado, verán que en realidad es sumamente improbable que les ocurra nunca. ¿Entonces para qué seguir leyendo? Se preguntarán con buena lógica. Pues porque creo que les ayudará a elevar algo más su nivel de consciencia al volante y, sobre todo, a evitar siempre actuar como aquí lo hace, digamos... “la parte contraria”.
El primer susto grave (el peor hasta ahora) teniendo a un camión por protagonista me sucedió en 1977. Un servidor ya tenía bastante experiencia al volante, para entonces ya había conducido todo tipo de automóviles, desde motos hasta autobuses pasando por tractores agrícolas y hasta unas máquinas muy singulares y divertidas movidas por motor eléctrico específicamente diseñadas para colocar bombas, misiles o depósitos de combustible adicionales bajo las alas de un caza F-5. También había hecho varios viajes largos conduciendo camiones durante toda la noche.
Ya llevaba unos meses trabajando como profesor, aún vivía en Gijón e iba al volante de mi primer coche: un Simca 1000 viejo con pocos kilómetros y cuya mecánica parecía indestructible. En cuanto a la experiencia, debo reconocer que, aunque lo dicho es cierto, la tenía un tanto sobrevalorada, cosa que pude comprobar poco tiempo después cuando, un veterano conductor, colega y compañero que Dios guarde en el hueco de su mano, me dio, sin pretenderlo, una lección de manejo y humildad que nunca olvidé. La contaré el próximo mes, si Dios quiere.
En la tarde de un sábado en que quedamos cuatro amigos para charlar y preparar una salida al monte antes de la llegada del otoño, después de consultar los mapas decidimos hacer una escapada hacia una zona de la Cordillera Cantábrica para explorar la entrada hacia un par de cumbres que queríamos hacer en un próximo fin de semana.
Esta carretera y este mismo lugar o muy próximo fue el escenario de esta historia. Fuente: Google Maps |
Estando cerca de ese lugar, en un tramo de carretera recta, con dos carriles estrechos y doble sentido, sin arcenes, con quitamiedos de piedra y cemento a la derecha que limitaban con un pequeño precipicio que acababa en el río, y con la pared de roca casi vertical en el lado izquierdo, sin más tráfico que un camión que venía de frente y en el que pude observar una trayectoria impecable así como espacio suficiente para cruzarnos sin necesidad de bajar la velocidad (unos 90 km/h), con un tramo recto a la vista por detrás de él y sin nadie, en esas condiciones, en las que el camión parecía ir cargado porque se movía a un velocidad inferior a la mía (unos 65 km/h), nos íbamos acercando al cruce de ambos vehículos sin esperar ningún sobresalto.
No sabría decir cuantos metros faltaban para que mi coche llegase a la altura de la cabina de aquel camión, pero pocos, muy pocos, porque lo inesperado surgió y el susto fue de órdago, de esos que parecen subir el pulso al máximo y en los que el corazón tiende a salirse del pecho imitando los clásicos dibujos animados de Walt Disney. Lo que nunca olvidaré es que de la parte trasera de ese camión asomó la cabina amarilla de otro, y que en un primer momento pensé que me habría visto y se recogería de inmediato, pero no, llegó a ocupar todo el carril, momento en el que yo ya tenía el pie derecho sobre el pedal del freno y lo pisé con toda mi alma a la par que sujetaba fuerte el volante para corregir la trayectoria suavemente si hacía falta y evitar el choque con el quitamiedos de piedra e irme al río.
Tampoco sabría decir cuánto tiempo estuvimos en esa posición, unos instantes que parecieron eternos, desde luego, y en los que el conductor del camión que había salido a adelantar, ¡por fin me vio! Durante otros instantes de eternidad frenó fuerte volviendo a la posición inicial y quedando totalmente en su derecha casi justo en el momento en el que ya nos cruzábamos. ¡Gracias a Dios!
Supongo que el chófer del primer camión también puso de su parte clavando el acelerador, y que el del segundo cometió su error, muy probablemente, por estar acostumbrado a realizar un recorrido en una zona bastante aislada en la que casi nunca había tráfico, o por exceso de confianza, dar por hecho cosas (esto siempre es peligroso), una observación muy rápida en la que en un primer momento no me vio, a todos nos pasa en ocasiones que miramos y no vemos, por eso conduciendo debemos repetir la observación varias veces antes de ejecutar una maniobra. Tampoco tenía el sol de frente que le pudiese haber deslumbrado (otro factor muy a tener en cuenta); el día estaba nublado, sin lluvia, con asfalto seco y buena visibilidad.
Hasta ahora, nunca he sido tan consciente como en aquella ocasión de haber estado tan cerca de una muerte segura. Tuve mucha suerte. O los ángeles guardianes hicieron un trabajo perfectamente coordinado y excelente. Aquí seguimos aquel cuarteto, y espero que también los camioneros; por muchos años, que no hay ninguna prisa en emprender el último viaje. Con todo, de aquel casi accidente, se pueden extraer algunas conclusiones:
Creo que está bien saber algo de las precarias condiciones de trabajo que sufren muchos camioneros actualmente, este vídeo lo refleja.
Respecto al señor que intentó el adelantamiento, siempre agradeceré su indudable determinación en corregir el error, eso no lo hace cualquiera. Parece una obviedad, pero tengan muy en cuenta que muchos conductores se empecinarían en acabar la maniobra convencidos de que así llegarían a estar delante y a la derecha del vehículo adelantado sin mayores problemas porque dan por hecho (craso error) que el conductor adelantado frenará y el del vehículo que tienen enfrente también, sumando otro error: decidir hacer algo cuyo resultado final depende de otros. Algunos, no se creerían lo que estaban viendo y dejarían pasar un tiempo vital sin hacer nada; otros, presa del pánico como los anteriores, pisarían a fondo el acelerador en la creencia de que están frenando. Doy fe de haber visto estas tres posibilidades muchas veces.
Respecto a mí, destacaría en primer lugar la importancia de evitar un giro brusco de volante y saber frenar a fondo sin perder la trayectoria del coche, o muy poco pero recuperándola de inmediato con suavidad y firmeza. En segundo lugar, resalto la importancia de llevar los neumáticos en buen estado. En aquella ocasión las ruedas estaban prácticamente nuevas (no habían llegado a los 5.000 km), la presión era correcta y su estado impecable porque no tenían cortes, deformaciones, ni golpe alguno contra bordillos. Estacionar bien tiene más importancia de lo que parece, en estas maniobras se daña muchas veces la estructura de un neumático quedando muy aleatoriamente vulnerables cuando les exigimos el máximo de sus prestaciones.
La buena suerte es una aliada inestimable, mas suele precisar de alguna ayuda por nuestra parte.
Queda una última y controvertida cuestión en la que seguramente ya habrán reparado: la velocidad. Mi velocidad, concretamente. ¿Es razonable que en el tipo de carretera que describí circulase aproximadamente a 90 km/h? Habrá opiniones para todos los gustos, pero también hay hechos objetivos que me permiten dar una respuesta afirmativa. Para mí, sí era una velocidad adecuada porque un factor determinante de esta es el propio conductor y el nivel alcanzado para realizar esta tarea. Seguro que muchos conductores podrían haber ido a más velocidad en idénticas circunstancias, y otros no. Pero nadie puede imponer a otro “su” velocidad porque las circunstancias de cada cual son diferentes. Incluso para una misma persona “su” velocidad no será la misma si está cansado o no, si está en plena digestión, si le están afectando problemas personales, si su temperatura corporal está cinco décimas por encima de la habitual... y así un larguísimo etcétera de condiciones propias que sólo el conductor puede determinar y en función de ellas ajustar su velocidad a más o a menos para idénticas circunstancias externas.
Si esta historia se pudiese repetir cambiando un sólo factor: los 90 km/h por 60, por ejemplo, indudablemente ganaría tiempo, todos los conductores implicados ganaríamos tiempo. Pero para mí sería un tiempo perdido, tirado a la basura porque iría distraído, tanto, que igual soy yo quien no ve al camión y sigo tan feliz, o lo veo y no me alarmo, o me alarmo tarde y también reacciono con retraso. En el mejor de los casos hubiese tardado más en actuar y lo hubiese hecho con torpeza porque el miedo sería más intenso, siendo más dependiente todavía de las decisiones de los otros conductores y aumentando la probabilidad de que se produjese el choque o acabase en el río.
Para un determinado lugar de la carretera con sus concretas circunstancias existe una velocidad ideal y adecuada “X” para cada conductor; una velocidad en la que existe un equilibrio perfecto entre atención, proceso de la información, concentración y capacidad de reacción. Bien, por debajo de esa velocidad ideal ningún conductor circula más seguro sino más distraído. Esto ocurre porque nuestro cerebro no puede parar, ni estando profundamente dormidos, si lo infrautilizamos en una tarea concreta la mente se va a otra cosa. Esto se puede comprobar independientemente de la experiencia de cada cual, incluso estando aún en la autoescuela. Seguro que todos ustedes, si conducen, aunque sea una bicicleta, más de una vez, justo tras reponerse de un susto se sorprenden diciendo algo así como: “pero... si iba bien, ¿por qué demonios...?” ¿Verdad?
Y queda una última cosa, se suele asegurar que a menor velocidad, de producirse un accidente, las consecuencias siempre serán menos graves. Sin embargo ese “siempre” es falso. En el caso que nos ocupa, si hubiese ocurrido el accidente, ¿creen que hubiese habido alguna diferencia entre 60 y 90 km/h? Yo no.
Esteban
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Etiquetas: susto, camión, miedo, adelantamientos, amaxofobia, velocidad, velocidad adecuada, suerte, neumáticos, ruedas, llantas, distracciones al volante.