El pasado día 21 daba mi agradecida bienvenida en Twitter al seguidor que hacía el medio millar, un número tan redondo bien se merece una pausa y tomar una breve nota y foto de la perspectiva. Casualmente... ¡Sevilla tuvo que ser! Y, ¿más casualmente? Ese puesto lo ocupó la Asociación Profesional de las Policías Locales de la Provincia de Sevilla (ASPOSE). ¡Gracias de nuevo!
Para mí, Sevilla es la capital del sur y Bilbao la del norte. En la primera de esas ciudades y su provincia pasé mi tiempo de soldado, quince meses que para mí fueron un intenso y magnífico aprendizaje sobre mí mismo y los demás, donde conviví con personas de todas partes de España y algunas de Estados Unidos, donde me forjé y templé también como conductor ampliando muchísimo mi experiencia en esa tarea, donde pude practicar y entrenar maniobras y técnicas, aún hoy, prácticamente imposibles de hacer en la vida civil.
Con la Policía Municipal -ahora llamada Local- tengo, por decirlo brevemente y exagerando, una especie de relación amor-odio de la que daré cumplida cuenta en una futura entrada. Así pues, y por los motivos expuestos, mi seguidor número 500 en Twitter me resultó muy significativo, y de inmediato me trajo a la memoria una tarea que tengo pendiente en este blog desde hace tiempo, seguramente demasiado. No dejaré pasar un segundo más.
Esta historia sucedió antes de ir a la mili, y en el norte, en Gijón. Alguna vez hice alguna breve referencia a ella pero nunca la conté y creo que es muy interesante, sin duda debí de hacerlo antes, si siempre la contaba en clase de teórica... Ustedes perdonen.
Sin haber cumplido un año con el carnet de conducir comencé a trabajar como repartidor con una furgoneta en una tienda y almacén de papeles pintados, suelos plásticos, moquetas y pintura; productos que se distribuían a otras tiendas, sobre todo de Gijón pero también a otras localidades de Asturias y de otras provincias así como al público en general.
Normalmente, se iban recibiendo y preparando pedidos que, más o menos, mediada la mañana o la tarde yo tenía que repartir y todos debían ser entregados antes de que cerrasen los comercios que los pedían o saliera el último tren, camión o autobús con destino a lugares más lejanos donde debía de llegar la mercancía.
Así pues, tenía que andar ágil, a veces mucho; cosa que no sólo no me molestaba sino que hasta lo agradecía, ya saben, “qué más quiere el ciego que ver”. Generalmente, siempre me gustó andar más bien rápido, incluso con mis piernas. Aunque era un perfecto novato ya me sentía un poco por encima de la media como conductor (por pedante que suene es la verdad), y sí, sabía que aún tenía mucho que aprender y muchas ganas de hacerlo, pero por entonces no pensaba que fuese tanto.
A pesar de lo dicho, nunca me consideré insensato ni loco, probablemente porque creo que tengo un fuerte instinto de supervivencia, porque en los albores de mis diecinueve años ya había escuchado muchas historias sobre la carretera de primera mano, ya había perdido a dos personas muy cercanas en ella y siempre me aterró que por un error mío alguien pudiese morir, y si fuese de otro, quería y quiero estar preparado para evitarlo, cosa que no siempre se puede, desde luego, pero al menos siempre listo para aprovechar una posible oportunidad salvadora si se presenta.
Hacer algo cada vez más rápido, al menos relativamente, creo que es algo consustancial a la naturaleza humana, algo a lo que se llega automáticamente a fuerza de repetir una tarea con ganas de hacerla bien, ya sea cocinar, escribir a máquina, fregar suelos... cualquier cosa. Yo no coso un botón igual de rápido y bien que lo hace mi madre, por ejemplo, ni siquiera ahora, siendo ya ella octogenaria, y encima tengo una probabilidad mucho más alta de clavarme la aguja en la yema de algún dedo.
Un día salía del barrio de Pumarín girando a la derecha para entrar en la que entonces conocíamos como carretera de Oviedo (a la sazón Av. de Fernández Ladreda, hoy de La Constitución; prefiero el nombre anterior, la verdad) y volver hacia el centro de Gijón. Había un Stop, llegué despacio y en segunda, tenía buena visibilidad y no había ningún vehículo a la vista, repetí la observación echando la cabeza hacia adelante y hacia arriba, no venía nadie, estaba vacío y esto se veía así en un espacio grande; solté el freno, aceleré de inmediato, pasé a tercera en cuanto deshice el giro, seguí acelerando e iba a cortar gas para cambiar a cuarta cuando de entre una sebe (jaros, maleza) vi salir a un policía municipal, un motorista, que en un primer momento pensé que había perdido el juicio queriendo cruzar cuando yo estaba tan cerca, pero un instante después me daba el alto. Paré donde me dijo y fue entonces cuando vi la moto. Me quedé muy sorprendido con su orden, además, antes de parar había mirado por el retrovisor (ese hábito ya lo tenía) y todavía no había nadie detrás de mí. ¿Que querría? Sin duda, tenía que ser un error.
El guardia era alto, mediana edad, se acercó enseguida a la ventanilla que yo ya había abierto, me hizo el saludo militar y me dijo así:
-Buenos días, tengo que denunciarle porque no se ha detenido usted en el Stop.
-Ya, pero no venía nadie. Buenos días.
-Pero tengo que mutarle porque no se detuvo.
-Claro, es que no venía nadie.
-Es igual, le tengo que multar.
-Pero, hombre, si usted vio que salí de ahí atrás girando a la derecha tuvo que ver que iba despacio, que miré bien y que no venía nadie... ¿cómo me voy a parar si no hay nadie?
Entonces, aquel guardia que hasta el momento esperaba pacientemente a que le diera mis datos para ir escribiendo en el boletín de denuncias que sostenía en una mano y con la otra el bolígrafo, se estiró, creo recordar que dejó escapar un suspiro, cambió el tono de su voz, subió el volumen sin gritar y me espetó:
-Vamos a ver, ¿a usted no le han enseñado en la autoescuela que en un Stop hay que detenerse siempre?
-...Sí, es verdad, ahora que lo dice... sí que me lo han enseñado.
-Pues eso.
La multa fueron 500 pta. Un dineral. Un auténtico descalabro en mi economía. Me dio muchísima rabia que aquel hombre tuviese razón, no lograba entender que algo tan elemental y que sabía desde mucho antes de ir a la autoescuela se me pudiese haber olvidado con tanta facilidad. Aunque les cueste creerlo, les puedo asegurar que desde el primer momento agradecí lo que hizo aquel policía y más gratitud siento ahora y la sentiré siempre, porque la lección me resultó muy cara, pero estoy convencido de que me salvó la vida o evitó que yo se la quitase a alguien, o ambas cosas. Y ninguna de ellas tiene precio.
Sin acabar el recorrido en el que coseché esa primera multa me prometí que jamás me volvería a ocurrir y que siempre me detendría ante un Stop. Un tiempo después maticé esta exigencia para conmigo mismo tras comprobar que detenerse ante algunos Stop cuando se cambia de dirección a la derecha suponía un alto riesgo de alcance por parte de otro conductor que pudiera seguirme pues en vías urbanas hay muchas intersecciones así señalizadas pero con buena visibilidad y muchos conductores tienen el peligroso vicio de observar a la izquierda antes de comprobar que quien les precede se va a detener, de modo que si ven que nadie se acerca por el lado izquierdo de la otra vía comienzan a acelerar con la cabeza aún girada hacia ese lado y cuando por fin la vuelven para mirar hacia donde van se encuentran con un coche detenido a muy corta distancia y ya no pueden parar. Cuando observo ese riesgo y estoy en cabeza evito detenerme por completo. Entre la salud y la norma elegiré siempre la primera, lo siento.
¡Cuidado! Un detalle muy importante que suele pasar inadvertido. |
En vías interurbanas, sin embargo, me detengo de forma rigurosa absolutamente siempre. De acuerdo, el peligro mencionado en el párrafo anterior también puede darse, pero hasta ahora (toco madera) siempre he logrado evitarlo anticipando más la detención y haciéndoselo saber con más antelación a quien me siga. ¿Por qué tanto rigor? Porque la velocidad de paso de quienes circulan con preferencia por la vía transversal es mucho más alta, no pocas veces igual a la máxima permitida y en ocasiones más. Si cometo un error por no hacer una observación perfecta estando completamente quieto las consecuencias pueden ser terribles. Hay cosas en las que uno nunca se puede equivocar, lo que se puede lograr actuando a conciencia con ciertos protocolos que uno mismo se imponga.
Como hace muchos años les vengo diciendo a mis alumnos, el venenoso “fue sin querer” tiene su antídoto: hazlo bien y queriendo siempre.
En la autoescuela se puede ver muy bien, repetidamente y siempre que se quiera, que muchos y aparentemente insignificantes errores acabarían provocando un indudable accidente si no fuese por una permanente atención del profesor y por su acción sobre el doble mando. Y eso en el transcurso de una hora o menos. Lo mejor, cuando conducimos, es que estemos revisando constantemente cómo lo hacemos y corrigiendo al momento los errores que nos detectemos, por sutiles e inofensivos que parezcan.
Para invertir en un plan de pensiones, por ejemplo, necesitamos de una cierta cantidad de dinero; para invertir en el futuro de nuestra salud sólo hace falta trabajo, esfuerzo y ganas de hacer bien las cosas. ¡Anímense que es gratis!
Esteban
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Entradas relacionadas: UNA HISTORIA DE PÁNICO (y 2). ASÍ APRENDÍ CONDUCIR (6). ME PARA LA POLICÍA. ¿QUÉ HAGO? ARQUETIPOS DE POLICÍAS. JEREZ, MOTOS Y GUARDIA CIVIL DE TRÁFICO.
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Etiquetas: Stop, preferencias de paso, Policía Local, municipales, gratis.
Tienes mucha razón. Con el paso del tiempo es fácil dejar de 'esforzarse', y adquirir malos hábitos, además de conducir con más dejadez. ¡Hay que evitarlo!
ResponderEliminarHola Elisa:
EliminarSí, es imprescindible evitarlo.
Creo que relajamos nuestra disciplina conscientemente dando por hecho que es algo excepcional y que automáticamente volveremos a ella sin problemas cuando la situación lo exija, pero, a veces eso nos lleva a generar un hábito tan fuerte que llega a transformar la realidad. En aquella ocasión yo estaba convencido de que lo hacía bien y que estaba a punto de ser víctima de una injusticia, menos mal que el guardia me echó aquel jarro de agua fría con su irrebatible argumento.
Si la denuncia me la hubiese hecho una máquina (como tantas que se hacen ahora con ellas), me hubiese quedado sin la lección de aquel policía, no hubiese aprendido nada, seguiría actuando igual, y, muy probablemente ahora no estaría aquí. Salvo cuando de verdad es imposible deberían denunciar siempre en persona.
¡Saludos!
Una gran lección del saber estar
ResponderEliminarGracias, Juan. Buen fin de semana.
EliminarCada una de tus entradas es una lección que tengo cuando salgo saliendo de tu rincón
ResponderEliminarAbrazos
Me alegro, Mucha, porque esa es la idea... ¡Gracias!
EliminarUn abrazo.